viernes, 29 de julio de 2011

Ocurre que pasa


¿Qué hago en un subte? Pensemos: lo último que recuerdo es… ajá, el desayuno. Estaba en casa, tomaba el tercer café mientras revisaba las noticias como cada mañana. Desde luego que lo buscaba a él, escondido entre las líneas de una noticia imprecisa sobre un evento extraño e inusual, y esta mañana lo encontré. Y de ahí saltamos a este momento en que me despierto en un subte. Bien, podríamos llamarlo un avance.
            Creo que es de noche, estoy sólo en el vagón y el aire no es tan caliente. Y ahí viene la estación… ¿Abesses? Sí que estoy lejos de casa, debe haber sido un avance increíble. En efecto es de noche: la estación está desierta a excepción del barrendero y no llegan sonidos del exterior. Ahora que lo pienso, nunca había visto una estación de subte vacía y limpia, es extraño. Quizás no sea el mejor momento para apreciar lo hermoso que es este lugar, pero dudo que encuentre uno mejor, sería imposible apreciar durante el día este piso blanco, gastado y antiguo, pero de un blanco que lucha por permanecer. El aire nunca va a oler limpio, pero con esfuerzo se puede apreciar una ráfaga plena de oxígeno. Y hay algo eterno en estas paredes: los mosaicos son antiquísimos, el estilo de las imágenes es un art nouveau vetusto y sin embargo no se lleva tan mal con los carteles luminosos y los hologramas publicitarios, como si hubiesen decidido convivir en armonía. No. Alto ahí. Encuentre las siete diferencias, decía el juego. Los hologramas publicitarios no se van a poner de moda hasta dentro de mucho tiempo, y definitivamente ya no van a existir los subtes en ese entonces.
            Salgo disparado hacia la calle, algo importante ha pasado y no puedo recordarlo, me desespera. Me exprimo la cabeza, miro para todos lados en busca de un indicio, algo tiene que ayudarme, algo debe de haber quedado atrapado en mi subconsciente. Respiremos, sí. Oxigenemos. Dentro y fuera, profundo, bien. Nada parece fuera de lugar en la calle, es noche tarde pero no de madrugada, se oye el tránsito a lo lejos, hay algún trasnochado en la plaza, y aunque hace muchos años que no piso este barrio, podría decir que en rasgos generales parece ser el “adecuado”, los característicos faroles siguen acá, tal vez modernizaron un poco la plaza, pero todavía tiene pinta de siglo XXI. Estoy un poco mareado, sigo caminando para despabilarme y entonces lo veo: camina pegado a la pared amparándose en las sombras pero algo lo revela ajeno. Camino detrás de él a una distancia prudencial, la adrenalina viene a mi rescate y aguzo todos mis sentidos, me pego a la pared, me hago pared yo mismo mientras me vuelvo su sombra. El ruido de los desagües se exacerba en el imperio de la luna. El hombre baja los escalones con apuro, sus pasos retumban descuidados y el rostro desaparece encapotado en su abrigo ¡Sí! ¡Eso es! De lejos parece un tapado corriente, pero ahora que lo veo con atención, es una evidente caparaña. Tuve una de las primeras y resultó muy útil, el extracto de tela de araña combinado con la aleación metálica en la forma de un simple tapado la vuelven un arma letal. Un arma letal del próximo siglo.
            La sombra de la basílica se derrama sobre el fin de la escalera y puedo acercarme lo suficiente como para escucharlo hablar con la mujer que acaba de encontrar. Es una cita, nada más. Me siento en el último escalón –o el primero- y trato de pensar.
            No es que haya habido un salto en el continuo. Esto no es el después, pero definitivamente ya no es el ahora, no el que debería. Parece más bien una anomalía, una rasgadura en la tela, un tiempo fuera de lugar. Desearía haber prestado más atención a la clase sobre paradojas, pero en serio que el cerebro me iba a explotar si seguía intentando comprender. Pensar era mucho menos doloroso cuando creía que el tiempo era una sucesión de causas y efectos.
            Hace casi una hora que camino y no encontré ninguna otra cosa fuera de lugar. O de tiempo. Tengo demasiado frío y hambre, y no faltará mucho hasta que empiece a caminar dormido. Si siguiera caminando durante un par de meses, asumiendo que puedo caminar sobre el agua, llegaría a casa. Primero me daría la ducha más caliente de mi vida, después me haría un sándwich con todo lo que encuentre en la heladera, y finalmente me induciría un sueño sin acceso al subconsciente. Cuando me despertara renovado, seguro entendería qué fue lo que pasó.
            Pero como sigo acá, decido meterme a un cine para resguardarme del frío. Tenía pensado inventarle una historia al tipo de la ventanilla, considerando que lo que tengo en mis bolsillos es una miseria en moneda extranjera, pero como el tipo está dándose la gran vida en los brazos de Morfeo, paso directamente a la sala. Un cine abierto a esta hora en esta parte de la ciudad, no es exactamente para amantes del séptimo arte. Amantes, tal vez, pero definitivamente de los que no aman. Me siento lo más lejos que puedo de las parejas a las que mi presencia no distrae para nada de sus actividades y me hundo en la butaca. Dios, va a ser difícil sustraerme del audio de la película multiplicado en vivo por los no espectadores que me rodean.
            Decido no dormir, sería peligroso. Entro en un estado de suspensión que me permita descansar y reponerme, pero sin perder la conciencia, atento a todo. Revivo los detalles de mi última mañana. El olor del café, el sol entibiando la mesa con los diarios, los repartidores gritando en la vereda. Estoy ahí. Estoy leyendo una noticia más cuando me ilumino y comprendo que él esta ahí, que la noticia es él, pero de ahí salto al subte en que me desperté esta noche. Es como esos sueños que se niegan a ser recordados, y nos consuelan con la impresión vaga, con el sabor en la boca de lo que ya fue digerido. Por más que lo intente no puedo recordar el evento que la noticia reportaba. La página del diario es una nebulosa de manchas negras, un mar de palabras fuera de foco ¡y un hipopótamo! ¿Un hipopótamo? Un hipopótamo. Fantástico.
            Peleo un rato. La iluminación llegó demasiado pronto, y mi cuerpo me suplica descanso. Me digo que tal vez haya que meditarlo un poco más, buscar alternativas, pero enseguida me respondo que hay un solo lugar obvio para empezar a buscar hipopótamos, y termino abandonando el cine rumbo al único zoológico que conozco en esta ciudad.
            Aunque voy con el paso firme, pierdo de a poco la velocidad. Estoy extenuado y hambriento, y por la claridad en el horizonte intuyo que he caminado buena parte de la madrugada. Finalmente llego a la parte trasera del zoológico y escalo la reja, con penosa destreza debo decir. La falta de luces me hace caminar en círculos, eso o todos los rincones parecen iguales en la oscuridad. Ronquidos varios y sonidos imposibles de identificar, pero definitivamente de seres vivos, me envuelven en una atmosfera inquietante. Con un poco de bruma sería el escenario perfecto para una novela de misterio. Y ahí están, los hipopótamos, o lo que ruego sean ellos, considerando que veo tanto como un murciélago, en una metáfora apropiada para el lugar.
            Después de un rato, la idea de venir acá no se ve tan brillante. No hubo ninguna revelación, los hipopótamos no me dieron la bienvenida, y me quedé sin ideas. Dejé vagar mis pensamientos mientras vi llegar el alba, y poco a poco las cosas se fueron definiendo alrededor mío. Los carteles explicativos, las jaulas, la vegetación, el vórtice.
            Ah, los viejos y queridos vórtices espacio temporales. Tan mañosos, ellos. Bastó mirar un segundo en la profundidad de éste, impúdicamente abierto enfrente de mí, para recordar el orden de los acontecimientos. Imbécil.
            Tengo que pensar seriamente en recursar esa clase sobre paradojas. Lo de hoy fue un accidente mínimo, pero la próxima vez podría hacer colisionar dos universos, o borrar la edad media sin querer. Cuando me tiro de cabeza en el vórtice, aterrizo con una leve sacudida en mi cocina, con mi tercer café en la mano, mientras contemplo la noticia del hipopótamo. La mañana de ayer, toma dos. Esta vez prometo portarme bien y no alterar el entramado de la realidad. De esta realidad, al menos.


viernes, 22 de abril de 2011

Oleaje


Domingo como veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos.
Como treinta y uno de diciembre.
Como última vez que respiro para no volver a ser jamás.
Como un siempre más.
Volvió el péndulo a esta orilla.
De nuevo abro los ojos para volver a ser cuerpo.
Como los cerré para ser universo, cuando navego los multiversos.
No como el día que acepté la obligación del centro de la tierra.
Y no hubo pulgada de mi piel que el suelo no absorbiera.
Y me aturdió desde el principio de mis oídos el correr del agua.
Que no llegaba desde arriba o adelante.
Por el contrario, por una vez, emergía como se supone.
Y yo descendía a su encuentro, hasta el silencio.
En ese día todavía nunca.
Bailo en el filo y saludo al abismo.
Asumo que temo encontrarme.


domingo, 20 de marzo de 2011

A matear

Recomendado: visiten la tierra de Cielo

http://lacuartapava.blogspot.com/

Suerte


Le preocupaba tener un accidente. Si llegaban a chocar, y el policía que manejaba quedaba inconsciente, los otros dos chicos que habían levantado en la calle y él no podrían salir del patrullero. Con una mano empapada en transpiración comprobó la firmeza del alambrado que los separaba de la parte delantera, y después  intentó en vano abrir la puerta, que sólo se abría desde afuera. Se imaginó la sangre caliente corriéndole por la cara, gritándole suplicante a los curiosos que abrieran la puerta, explicando que no eran delincuentes, sino gente con tan mala suerte que los habían elegido sin mucha cortesía para participar en un reconocimiento en rueda.
Llegaron a la comisaría sin accidentes y entraron por una puerta lateral donde los recibió un policía que por toda  explicación les dijo que se iba encargar de ellos, que esto era una carga pública, que haciéndole caso volverían a sus casas pronto. Quisieron hacerle un montón de preguntas pero el uniformado, extremadamente flaco y ojeroso, se llevó el dedo índice a la boca en señal de silencio y luego los condujo ceremoniosamente por un pasillo muy angosto. Si bien llegaba el ruido de gritos, teléfonos y una radio, no parecía estar cerca de la recepción de la comisaría. Mientras seguía al policía, vio la pistola que llevaba al costado, y  la cartuchera de cuero que la contenía: rota y separada en dos partes unidas por cuatro banditas elásticas, más una un poco más gruesa que unía la cartuchera al cinturón. Al ver la fragilidad del arma, deseó que el policía caminara más suave, sin sacudirse tanto.
Los dejaron solos en una oficina después de repartirles unos carteles que debían colgarse, y que consistían en una hoja bastante ajeada, con un número escrito con fibra y un hilo grasiento pegado en las puntas con cinta scotch, para que colgara del cuello. En cuanto quedaron solos,  Número Uno, Número Dos y Número Tres (los números que les colgaban en los carteles al cuello) abandonaron la tranquilidad que aparentaban y se mostraron todo lo nerviosos que realmente estaban. El lugar no tenía ventanas y estaba inconvenientemente pintado de azul oscuro. Número Dos vio las caras de  Número Uno y Número Tres y arrogándose el rol de líder les dijo que seguramente los pondrían en fila al lado de un sospechoso, al que alguien tendría que reconocer, y después podrían irse. Lo único que tenían que hacer era estar ahí parados con cara de póker, y listo. Una pavada. Número Uno y Número Tres miraron a Número Dos sin tranquilizarse en lo más mínimo.
Durante un rato pasearon alrededor de la silla y el escritorio, único mobiliario, mientras insultaban su suerte y hablaban del clima. Cada tanto se escuchaba algún golpe, o algún tono elevado de voz,  pero demasiado distante como para comprender algo. En realidad los momentos de absoluto silencio eran más inquietantes.
Entonces Número Dos pensó que quería ir al baño. No era que realmente tuviera ganas, pero la posibilidad de que le dieran ganas en ese momento, encerrado, hizo que las sintiera, aunque no fueran reales.
Primero se sentó dejando caer los brazos a los costados, relajado, y se esforzó en no pensar en ir al baño. Pero después se le ocurrió que cuanto más tiempo pasara sería peor, ya que podía estar parado en la línea de reconocimiento, y al moverse inquieto por las ganas de hacer pis, creyeran que en realidad estaba nervioso porque era culpable, y lo señalaran erróneamente como el delincuente.
Entonces tomó la decisión de salir al baño. También necesitaba aire: además del encierro, el olor  a cigarrillo parecía estar impregnado en las paredes, y unos restos de comida en un cesto de basura no ayudaban. La puerta estaba sin llave, y como no eran presos, pensó que estaba en todo su derecho de ir al baño.
Número Uno y Número Tres le recomendaron que se quedara, pero Número Dos aseguró que no pasaría nada. Al salir al pasillo angosto por el que llegaron, miró hacia el lado contrario, y vio a dos metros un recodo por el que llegaba un poco de luz.
Cuando llegó al recodo y dobló a la derecha, encontró el baño y las ganas de usarlo desaparecieron: lo envolvió una  emanación pestilente que le hizo sentir el almuerzo subir por su esófago, y cuando la imagen del inodoro utilizado para demasiados más fines que los propios lo hizo darse vuelta, se encontró con una voz grave que desde la oscuridad de un calabozo lo saludó con un  Hola, lindo” que le erizó cada pelo de la nuca.
El baño en cuestión no era más que un inodoro instalado en el centro de una pared que se encontraba frente a los calabozos, alumbrados por una sucia claraboya. Las puertas de rejas dejaban entrever una cantidad de cuerpos en las penumbras, prácticamente apilados.
El hombre que le habló a Número Dos tenía las manos colgando afuera de la reja y la cabeza apoyada entre dos barrotes. El labio inferior era enorme y parecía que se lo habían estirado y  soltado, porque caía sobre el mentón dejando ver la brillante saliva. Cuando vio a aquel hombre sonrieír horriblemente con el labio deforme, volvió por donde había llegado, antes de que éste decidiera ir más allá del saludo. Número Uno y Número Tres estaban saliendo de la oficina, y cuando el policía alto y ojeroso lo vio, le dijo muy serio que si tenía ganas de perderse, nadie iba a perder tiempo buscándolo.
Volvieron a hacer el camino por el pasillo angosto, y cuando se detuvieron advirtió una puerta que la primera vez había pasado por alto. Cuando se abrió, lo encandiló la luz de un potente tubo fluorescente que provenía de un cuarto tan blanco, espacioso y limpio que lo hizo pensar en el interior de una heladera.
La habitación estaba vacía, y además de la puerta por la que entraron, había una ventana con persianas americanas, y entre las franjas metálicas se veía gente moviéndose. El policía hizo entrar a alguien que llevaba el Número Cuatro colgado sobre el pecho y se fue, cerrando la puerta con una sonora traba desde afuera.
Cuando Número Cuatro, que evidentemente era el presunto delincuente, se paró delante de Número Dos, estalló en una carcajada que hizo recular a Número Uno y Número Tres.
            Número Dos, que en principio se puso muy nervioso al ver que el nuevo número no venía esposado, se puso todavía más nervioso al tenerlo frente a él, ya que fue como pararse delante de un espejo: no sólo estaban vestidos casi igual, sino que parecían mellizos. Mismo corte de pelo, color, peinado,  un rostro calcado y la exacta contextura física.
Cuando una voz desde la ventana les pidió que se pararan en línea, Número Dos apenas si pudo controlar el temblor de sus piernas. Les ordenaron que se quedaran muy quietos y en silencio hasta nueva orden, pero Número Dos no dejaba de mirar a Número Cuatro, aterrorizado por el asombroso parecido y la posibilidad de ser erróneamente acusado. Le pidieron que obedeciera y mirara al frente, y finalmente lo hizo.
Cerró los puños tan fuerte que sintió las uñas clavárseles en la palma, así que respirando profundo trató de normalizar su ritmo cardíaco, miró hacia la ventana y puso su mejor cara de inocente.


miércoles, 9 de marzo de 2011

Y ahora soy todas las cosas

Así que ahí estaba,
los ojos cerrados al cielo y el cuerpo alerta.
Me conjuré poderosa y deseé con fuerza.
Me vestí de tiempo y me envolvió la ausencia.

En mi nunca nada y nadie me hice el amor ya sin tristeza.
Me concebí por puro instinto y crecí en mi vientre.
Me di a luz y morí en el parto.
Vacía exhalé, y mis pulmones conocieron el aire.

La calma frenética de mi sangre
finalmente ha encontrado su cauce.


domingo, 16 de enero de 2011

Soñé que mi sueño soñaba


¡Ay de mí!  brota la queja de mis labios pero muere antes de nacer, pues mucho me temo que mis fuerzas sean pocas aún para un suspiro. Apenas si me cabe en el alma un lamento más, y es ése el de la vergüenza: conociendo los padecimientos que azotan a la humanidad en estos tiempos, mi egoísmo me conduce a ocuparme tan sólo de los míos.
¡Con qué alegría aceptaría que el Creador me castigase por mi débil espíritu! Así al menos descansaría en el bálsamo de saberme ajusticiada por el cielo, y el dolor físico me rescataría de estas insensatas ideas. Puesto que aunque no hago más que sonreír pálidamente y cumplir con las obligaciones sociales que se le imponen a una joven de familia como la mía, si algún ojo avezado se atreviera a fijarse en los míos, advertiría  la funesta batalla que en mi interior se despliega.
No debería hacer más que caer de rodillas y agradecer la fortuna en la que he nacido, la amorosa familia que me rodea, las nobles almas que me protegen, y el digno e intachable hombre al que estoy prometida por esposa, y pese a ello no hago más que sufrir. Y sabe el Altísimo que desde niña he aprendido las lecciones sobre las sombras que envuelven al soberbio. ¿Por qué entonces las fuerzas que rigen este universo tan ajeno se me rebelan? ¿Por qué no hago más que desear dormirme en un sueño profundo y despertar en cien años o más?
Y este padecer que me abruma, para mayor suplicio, se niega a mostrar sus raíces. Me hundo en la vergüenza al comprender que no tengo motivos para esta infelicidad. No han sido pocas las veces que me conmoví hasta las lágrimas al ver desde lejos a los niños que imploran por comida, y ahora me atrevo a tratar con desdén las joyas que me adornan, los perfumes que me envuelven, y las finas telas que me visten. A fe mía que no habría ser más humilde en este mundo que el que aquí habla, si pudiera vivir con júbilo los días que se me han dado en esta vida.
¿Por qué  mi señor os empeñáis en verme rodeada de lujos y dicha, y aún así deseando despertar en otro mundo, en otra vida que no sea la mía?
¿Por qué, oh potestades del cielo, soy incapaz de deleitarme en lo que me ha sido otorgado y cumplir obediente con mi destino?
¿Por qué Santa Madre, permitís que me consuma esta desazón sin nombre que hace que mi alma envejezca con cada minuto lo que mi cuerpo en una década?
¡Por qué no hay un ángel misericordioso que venga a beberse mi aliento y me arrebate de esta vida para llevarme a dormir a sus pies en el firmamento!

Cuando las lágrimas dejaron de bañar mi rostro, me ví sumida en un sueño irresistible y pesado, al que me dejé conducir en la vana esperanza de que mis ruegos hubiesen sido escuchados.
No sé cuanto tiempo transcurrió hasta que me desperté gritando. No quedaban leños ardiendo que iluminaran la alcoba, pero presentía que no era la misma en la que me había dormido. Mi doncella no había acudido al grito y no me atrevía a despojarme de la colcha de terciopelo que cubría mis hombros. Cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad, busqué inútilmente algo que me resultase familiar. Un miedo hasta entonces desconocido me hizo hundirme en el colchón y cubrirme la cara. Recé con fervor para que amaneciese pronto y la luz explicara como había sido transportada a esta habitación tan pequeña y en la que se adivinaba el mobiliario más extraño del que jamás había oído.

Amaneció, desde luego. Pero la que despertó esta vez, fui yo.