domingo, 20 de marzo de 2011

Suerte


Le preocupaba tener un accidente. Si llegaban a chocar, y el policía que manejaba quedaba inconsciente, los otros dos chicos que habían levantado en la calle y él no podrían salir del patrullero. Con una mano empapada en transpiración comprobó la firmeza del alambrado que los separaba de la parte delantera, y después  intentó en vano abrir la puerta, que sólo se abría desde afuera. Se imaginó la sangre caliente corriéndole por la cara, gritándole suplicante a los curiosos que abrieran la puerta, explicando que no eran delincuentes, sino gente con tan mala suerte que los habían elegido sin mucha cortesía para participar en un reconocimiento en rueda.
Llegaron a la comisaría sin accidentes y entraron por una puerta lateral donde los recibió un policía que por toda  explicación les dijo que se iba encargar de ellos, que esto era una carga pública, que haciéndole caso volverían a sus casas pronto. Quisieron hacerle un montón de preguntas pero el uniformado, extremadamente flaco y ojeroso, se llevó el dedo índice a la boca en señal de silencio y luego los condujo ceremoniosamente por un pasillo muy angosto. Si bien llegaba el ruido de gritos, teléfonos y una radio, no parecía estar cerca de la recepción de la comisaría. Mientras seguía al policía, vio la pistola que llevaba al costado, y  la cartuchera de cuero que la contenía: rota y separada en dos partes unidas por cuatro banditas elásticas, más una un poco más gruesa que unía la cartuchera al cinturón. Al ver la fragilidad del arma, deseó que el policía caminara más suave, sin sacudirse tanto.
Los dejaron solos en una oficina después de repartirles unos carteles que debían colgarse, y que consistían en una hoja bastante ajeada, con un número escrito con fibra y un hilo grasiento pegado en las puntas con cinta scotch, para que colgara del cuello. En cuanto quedaron solos,  Número Uno, Número Dos y Número Tres (los números que les colgaban en los carteles al cuello) abandonaron la tranquilidad que aparentaban y se mostraron todo lo nerviosos que realmente estaban. El lugar no tenía ventanas y estaba inconvenientemente pintado de azul oscuro. Número Dos vio las caras de  Número Uno y Número Tres y arrogándose el rol de líder les dijo que seguramente los pondrían en fila al lado de un sospechoso, al que alguien tendría que reconocer, y después podrían irse. Lo único que tenían que hacer era estar ahí parados con cara de póker, y listo. Una pavada. Número Uno y Número Tres miraron a Número Dos sin tranquilizarse en lo más mínimo.
Durante un rato pasearon alrededor de la silla y el escritorio, único mobiliario, mientras insultaban su suerte y hablaban del clima. Cada tanto se escuchaba algún golpe, o algún tono elevado de voz,  pero demasiado distante como para comprender algo. En realidad los momentos de absoluto silencio eran más inquietantes.
Entonces Número Dos pensó que quería ir al baño. No era que realmente tuviera ganas, pero la posibilidad de que le dieran ganas en ese momento, encerrado, hizo que las sintiera, aunque no fueran reales.
Primero se sentó dejando caer los brazos a los costados, relajado, y se esforzó en no pensar en ir al baño. Pero después se le ocurrió que cuanto más tiempo pasara sería peor, ya que podía estar parado en la línea de reconocimiento, y al moverse inquieto por las ganas de hacer pis, creyeran que en realidad estaba nervioso porque era culpable, y lo señalaran erróneamente como el delincuente.
Entonces tomó la decisión de salir al baño. También necesitaba aire: además del encierro, el olor  a cigarrillo parecía estar impregnado en las paredes, y unos restos de comida en un cesto de basura no ayudaban. La puerta estaba sin llave, y como no eran presos, pensó que estaba en todo su derecho de ir al baño.
Número Uno y Número Tres le recomendaron que se quedara, pero Número Dos aseguró que no pasaría nada. Al salir al pasillo angosto por el que llegaron, miró hacia el lado contrario, y vio a dos metros un recodo por el que llegaba un poco de luz.
Cuando llegó al recodo y dobló a la derecha, encontró el baño y las ganas de usarlo desaparecieron: lo envolvió una  emanación pestilente que le hizo sentir el almuerzo subir por su esófago, y cuando la imagen del inodoro utilizado para demasiados más fines que los propios lo hizo darse vuelta, se encontró con una voz grave que desde la oscuridad de un calabozo lo saludó con un  Hola, lindo” que le erizó cada pelo de la nuca.
El baño en cuestión no era más que un inodoro instalado en el centro de una pared que se encontraba frente a los calabozos, alumbrados por una sucia claraboya. Las puertas de rejas dejaban entrever una cantidad de cuerpos en las penumbras, prácticamente apilados.
El hombre que le habló a Número Dos tenía las manos colgando afuera de la reja y la cabeza apoyada entre dos barrotes. El labio inferior era enorme y parecía que se lo habían estirado y  soltado, porque caía sobre el mentón dejando ver la brillante saliva. Cuando vio a aquel hombre sonrieír horriblemente con el labio deforme, volvió por donde había llegado, antes de que éste decidiera ir más allá del saludo. Número Uno y Número Tres estaban saliendo de la oficina, y cuando el policía alto y ojeroso lo vio, le dijo muy serio que si tenía ganas de perderse, nadie iba a perder tiempo buscándolo.
Volvieron a hacer el camino por el pasillo angosto, y cuando se detuvieron advirtió una puerta que la primera vez había pasado por alto. Cuando se abrió, lo encandiló la luz de un potente tubo fluorescente que provenía de un cuarto tan blanco, espacioso y limpio que lo hizo pensar en el interior de una heladera.
La habitación estaba vacía, y además de la puerta por la que entraron, había una ventana con persianas americanas, y entre las franjas metálicas se veía gente moviéndose. El policía hizo entrar a alguien que llevaba el Número Cuatro colgado sobre el pecho y se fue, cerrando la puerta con una sonora traba desde afuera.
Cuando Número Cuatro, que evidentemente era el presunto delincuente, se paró delante de Número Dos, estalló en una carcajada que hizo recular a Número Uno y Número Tres.
            Número Dos, que en principio se puso muy nervioso al ver que el nuevo número no venía esposado, se puso todavía más nervioso al tenerlo frente a él, ya que fue como pararse delante de un espejo: no sólo estaban vestidos casi igual, sino que parecían mellizos. Mismo corte de pelo, color, peinado,  un rostro calcado y la exacta contextura física.
Cuando una voz desde la ventana les pidió que se pararan en línea, Número Dos apenas si pudo controlar el temblor de sus piernas. Les ordenaron que se quedaran muy quietos y en silencio hasta nueva orden, pero Número Dos no dejaba de mirar a Número Cuatro, aterrorizado por el asombroso parecido y la posibilidad de ser erróneamente acusado. Le pidieron que obedeciera y mirara al frente, y finalmente lo hizo.
Cerró los puños tan fuerte que sintió las uñas clavárseles en la palma, así que respirando profundo trató de normalizar su ritmo cardíaco, miró hacia la ventana y puso su mejor cara de inocente.


2 comentarios:

Uninvited dijo...

P... p... pero.. pero...


YYYYYYYYY?????????


wtf!!! qué pasó con "los mellis"?????

Checha dijo...

Creo que nadie los volvió a ver...