jueves, 17 de mayo de 2012

El monstruo sin madre


        Era un terror histórico, el mismo terror que acechó al hombre por incontables generaciones y que se grabó en la memoria genética hasta este día, ese terror al monstruo de la niñez que aparece al apagarse la luz. No importa si vive debajo de la cama o dentro del placard; si tiene rostro o es sólo una sombra vacía; si murmura, gruñe o gime; ese monstruo es el terror primero, es la vida misma que nos dice que el mundo está lleno de horrores y debemos decidir qué hacer con ellos.
            En su caso, el monstruo estaba debajo de su cama y esperaba paciente a que él se durmiera, porque así su cuerpo se relajaría y dejaría caer una mano o una pierna por el costado de la cama y ésta sería instantáneamente devorada. Su carácter de niño alegre se había debilitado con tantas noches de vigilia y su madre finalmente decidió hacer algo al respecto.
            Lo sentó a la mesa de la cocina y le explicó que todas las veces que le había dicho que los monstruos no existían, le había mentido. Lo había hecho por su propio bien, con la intención de resolver la situación, pero había llegado el momento de la verdad y no quedaba otra opción más que tomar medidas drásticas. Fue así que lo llevó a la habitación y,  después de cerrar puerta y ventanas, apagaron la luz. Ella le enseñó qué decir, pero en ese momento lo único que podía hacer por él era sostener su mano.
            Y fue así como expulsó al monstruo de su habitación y de su infancia. Su madre le rogó que nunca olvidara que el remedio era pasajero, pero eso fue exactamente lo que él hizo al crecer. Olvidó que esa noche enfrentó al monstruo con estas palabras. “Tengo seis años de edad y todavía no soy lo bastante fuerte como para enfrentarte. Una batalla en estos términos es injusto de tu parte.  Volvamos a encontrarnos cuando yo tenga la  fortaleza necesaria para vencerte”.
            El monstruo desapareció y el volvió a ser el hombrecito más feliz del mundo. Siempre agradeció esa madre increíble que, en lugar de imponerle la verdad,  le enseñaba a enfrentar sus miedos, sosteniendo su mano mientras lo hacía; pero lo cierto es que cuando se hizo adulto, vio en esos métodos  un remedio inteligente contra las fantasías infantiles y nada más.
            La vida transcurrió,  como suele hacerlo, y esa mañana llevó flores a la tumba de su madre, que había fallecido la semana anterior. En el camino de regreso por la atestada avenida, recordó con nostalgia  a esa gran mujer que solía repetir que su única tarea era hacer de él un gran hombre. Se preguntó  cuál habría sido el balance final de su tarea antes de partir. A pesar de estar aún de duelo, los recuerdos dulces y maravillosos de su madre lo pusieron muy feliz, se rió al recordar la táctica de unirse a él en su infantil creencia sobre el monstruo y luchar contra él juntos, y hasta recordó que cuando una vez adulto aceptó que los monstruos no existían, se avergonzó un poco, aunque nunca lo mencionó.
            Inundado por la nostalgia se sentó en una heladería, de esas con juegos en la vereda, repletas de chicos con altos niveles de decibeles y energía. Aunque al principio la idea le pareció ridícula, terminó por comprarse un helado del tamaño más grande y de los sabores con colores más estridentes. Pidió el copo de crema, el baño de grajeas y la oblea.
            Así, mientras degustaba los colores de su helado, pensaba en madre y rogaba haber sido el hombre en que ella deseaba convertirlo, y en estos pensamientos estaba sumergido cuando sintió como si alguien hubiera apretado el botón de pausa del mundo. Exactamente al mismo tiempo, los sonidos se esfumaron, los movimientos se congelaron,  los chicos a su alrededor enmudecieron y clavaron sus pequeños ojitos en lo que había aparecido repentinamente sentado junto a él.


           
            Cuando nos dimos cuenta de que el monstruo que estaba ahí era el monstruo de ese señor, y no de alguno de nosotros, seguimos jugando. Igual nos dio miedo y de a poco nos fuimos yendo con nuestras mamás o papás. Nos dio mucha pena que ese señor no tuviera una mamá cerca, pero tal vez los monstruos de los adultos sean así. Es raro ver uno. Siempre están diciendo que no existen.



miércoles, 4 de enero de 2012

Evaristo



          Evaristo estaba molesto. No veía la diferencia entre trabajar para un millonario dueño de medio mundo, y trabajar para un millonario dueño de medio país. Los que se hacían problema eran los jefes. Era lógico, pensaba Evaristo: después de machacar día y noche con que la fábrica era una gran familia, y hacer que los obreros llevaran los colores y el logo de la empresa hasta en los calzoncillos, de golpe y porrazo vendían la fábrica y había que ser parte de una familia nueva. Y Evaristo sabía que eso a los jefes los ponía como locos porque tenían que empezar a machacar con unos nuevos colores y un nuevo logo.
          Los del gremio también se enloquecían con la venta de la fábrica, andaban hechos una furia, amenazando con tirar todo abajo si no se cumplía con sus demandas para lograr un traspaso justo, lo que fuera que eso significara. Pero Evaristo sabía que los delegados andaban tan crispados porque iban a tener que hacerse amigos de jefes nuevos, y eso les iba a llevar su tiempo. Los gremios de antes eran violentos, pero se justificaba, no como ahora.
          Evaristo, que ni era jefe ni era del gremio, seguía trabajando como si nada.
          Una mañana, los futuros dueños desparramaron su gente por toda la planta haciendo inventario de cada pieza y herramienta habida y por haber, para asegurarse de que en el traspaso no se perdiera nada. Evaristo pensaba que esto era una falta de respeto, y que la gente nueva debería saber que ahí trabajaba gente leal a sus patrones, sean los que fueran. Pero se guardaba de decir lo que pensaba, porque sabía que su trabajo era cerrar y sellar bolsas de fertilizante, y no decir lo que pensaba.
          Llevaban inventariando su sector media mañana, y Evaristo no servía para estar sin hacer nada. No lo dejaban ayudar, pero tampoco podía irse. Así que estaba obligado a dar vueltas como un trompo. Lo salvó un delegado del gremio que cuando lo vio tan inquieto le ofreció hacer de paloma mensajera. Le explicó que como estaban inventariando los radios y todo lo relacionado con las comunicaciones, no quedaba otra que escribir los mensajes en un papel y llevarlos de un sector a otro, ya que por un rato estaban incomunicados. A Evaristo esto le pareció muy raro porque, por muy ignorante que fuera, sabía que si la fábrica no marchaba como un reloj suizo, las fugas de gases podían hacerla estallar  y borrar media ciudad del mapa, y que debería haber otros medios en vez de andar con papelitos. Pero hacía ya muchos años que un jefe con edad para ser su hijo le había dejado en claro que un analfabeto es incapaz de ver las cosas como el resto, y que lo mejor que puede hacer es cerrar la boca y seguir sellando bolsas.  Y como Evaristo estaba de acuerdo, se dedicó a cumplir su tarea de llevar y traer mensajes por la fábrica como cuando no existía la tecnología de la que tanto se decía.
          La verdad que ser mensajero no estaba nada mal. Cambiar por un día la cinta de embalaje por otro paisaje, aunque fabril, tenía lo suyo. Evaristo iba y venía, contento de poder ser útil. Se preguntaba si los delegados del gremio eran siempre gente tan nerviosa: lo trataban como un nene y por las dudas lo retaban incluso antes de que se equivocara. Que cómo guardar y cuidar los papeles con los mensajes,  que se asegurara de que nadie los leyera, que  entregar en mano a tal delegado y tantas cosas más que Evaristo pensó que más que preocuparse porque nada explotara, esta gente debía de estar pasándose chusmeríos.
          Alrededor del mediodía, después de entregar un mensaje y recibir otro en el comedor, retiró su vianda y se puso a comer debajo de un árbol cerca de la portería. Miró a lo lejos y vio cómo el muchacho al que había entregado un mensaje minutos atrás, lo prendía fuego, y por un momento le dio curiosidad. No es que fuera a entender las indicaciones y órdenes que se mandaban de un sector a otro: si fuera capaz de entenderlo podría estar en uno de esos puestos, pero a veces veía algo escrito y le daba intriga. No le entraba en la cabeza cómo podía hacer la gente para ver esos dibujitos y saber lo que otro había pensado. Evaristo sabía escribir su nombre y apellido porque una vecina se lo enseñó diciéndole que le sería  de mucha utilidad, y aunque no le mintió, para Evaristo esos rulos que hacía con la lapicera no tenían nada que ver con él. También reconocía algunas palabras de tanto verlas: “mamá”  porque estaba escrito en una tarjeta que su mujer había pegado al espejo, “perro” que se le fijó cuando su hijo empezó la escuela y la escribía por todos lados, y algunas otras más, ninguna que le sirviera de mucho.
          Sacudiéndose la curiosidad, comió rápido lo que le quedaba de la vianda, y se fue a entregar el mensaje que le habían dado en el comedor.
          Era para su sector, donde la gente nueva seguía escribiendo y pegando etiquetas por todos lados. En cuanto el delegado lo vio, le hizo una seña para que se fuera. A Evaristo le pareció raro, pero igual salió. Se quedó parado cerca de la puerta, dudando, pero el delegado apareció enseguida. Leyó el mensaje y escribió uno que Evaristo guardó celosamente en su mameluco. El otro le palmeó el hombro y le dijo que había prestado un gran servicio, lo que a Evaristo le pareció ridículo. Darse esos aires de estar haciendo la gran cosa, como si fueran supervisores, cuando seguro que en los mensajes hablaban de mujeres y no de fertilizantes.
Ya un poco molesto con la tarea, se alivió cuando el último destinatario, le dijo que ya no hacía falta que jugara al cartero. Le sugirió que pidiera retirarse, que se hiciera el descompuesto, pero Evaristo contestó que no era esa clase de persona. El hombre insistió con que no tenía sentido que se quedara, que se merecía pasar la tarde con su familia, que aprovechara el día; pero Evaristo, fastidiado por la insistencia de alguien que no tenía porqué meterse en su vida privada, dio por terminada la conversación y emprendió la retirada.
          Decidió visitar a un muchacho muy joven, a quien había tomado cierto afecto, y aprovechar la privilegiada vista que tenía desde su cabina, allá en lo alto del quinto nivel, la cima de la gigante estructura. Aunque se sorprendió mucho de encontrar la cabina vacía, se imaginó que seguro tendría que ver con la locura del inventario y el cambio de dueños, ya que en realidad no había visto a nadie después del primer nivel. Evaristo recordó que había pasado ya por una venta de la fábrica, y que no había sido ni la mitad de revolucionada que esta. Si hasta casi sentía el aire tenso, enrarecido como justo antes de que reviente la tormenta.
           Mientras pensaba esto, el tablero empezó a sonar con toda clase de ruidos y luces de colores se prendieron por todos lados. Evaristo se dijo que su amigo era un irresponsable por dejar su puesto y salió a buscarlo, pensando que no le haría mal una buena charla sobre responsabilidad. Cruzó el puente y llamó el ascensor, pero no respondió. La idea de bajar los cinco niveles por escalera no le gustaba nada, pero el ascensor definitivamente no funcionaba.
          Evaristo empezó a ponerse nervioso. Al principio disfrutó el cambio de rutina, pero ahora sólo deseaba estar en su línea sellando bolsas de fertilizante. Bajaba los escalones despacio, porque sabía que tenía un buen trecho por delante, pero sentía el corazón pegándole en el pecho queriendo salir. Respiraba profundo y miraba para todos lados, pero no veía un sólo operario. Los últimos niveles estaban vacíos y Evaristo sabía que esto no podía ser nada bueno.
          Empezó a maldecir a los nuevos dueños y su bendito inventario. Le costaba creer que esa fuera la causa del desmadre, pero evidentemente la fábrica estaba patas para arriba: las chimeneas gritaban,  las válvulas repiqueteaban descontroladas y luces rojas titilaban por donde mirara.
          Como Evaristo se había declarado definitivamente asustado, casi gritó de alegría al ver a su amigo, el de la cabina con la privilegiada vista, en una escalera paralela diez metros a la suya. Pero su amigo parecía cualquier cosa menos contento. Le hizo toda clase de señas y le gritó cosas imposibles de llegar a sus oídos. Evaristo vio cómo extrajo de sus ropas un papel y escribió algo rápidamente, y se le ocurrió que tal vez los mensajes que había llevado toda la mañana no hablaban de trabajo, pero probablemente tampoco hablaban de mujeres. Su amigo arrojó una máscara de soldador con el papel doblado en una ranura, y Evaristo logró alcanzarla milagrosamente.
          Abrió el papel y observó las letras, como tantas otras veces. El amigo seguía haciéndole señas y gritando, por lo que Evaristo le hizo una seña con la mano y asintió con la cabeza, fingiendo comprensión, continuando el descenso de la escalera. Observó cómo esto tranquilizó a su amigo, que lo saludó y continuó a su vez el descenso, sólo que saltando muchos escalones a la vez, a una velocidad increíble.
          Cuando desapareció de su vista Evaristo se detuvo y volvió a mirar el papel. Había cinco palabras, como los dedos de una mano. La última palabra empezaba con la misma letra que su nombre, después venía la que se llamaba equis, y que conocía porque a veces la escribían con rojo sobre las bolsas falladas. Le seguía la letra con que empezaba “perro”, y al resto no las conocía. Al final había un montón de palitos con un puntito debajo.
Evaristo siguió bajando los escalones lo más rápido que pudo. Escuchó  las válvulas detenerse en su repiqueteo y chillar a coro con las chimeneas. Ahora el ruido era uno sólo, agudo y parejo, como un grito pelado. Pensó que en cuanto llegara abajo, pediría el resto del día. Si decía que le dolía el pecho, no estaría mintiendo. La verdad es que se sentía muy mal. No respiraba muy bien por la carrera en la escalera, le había empezado a picar la garganta, y sentía un polvo fino como talco entrándole por la nariz. Evaristo decidió tomarse un descanso y se sentó en un escalón. Nadie dudaría en darle la tarde libre al verlo en ese estado. Se tapó la cara con las manos, pero la nube de amoníaco ya estaba cubriendo toda la fábrica y había empezado  a quemarle la piel. Las sirenas lo aturdieron tanto que apenas escuchó la explosión, aunque el reflejo le hizo llevarse las manos a las orejas, dejando que el amoníaco inunde sus pulmones.


viernes, 29 de julio de 2011

Ocurre que pasa


¿Qué hago en un subte? Pensemos: lo último que recuerdo es… ajá, el desayuno. Estaba en casa, tomaba el tercer café mientras revisaba las noticias como cada mañana. Desde luego que lo buscaba a él, escondido entre las líneas de una noticia imprecisa sobre un evento extraño e inusual, y esta mañana lo encontré. Y de ahí saltamos a este momento en que me despierto en un subte. Bien, podríamos llamarlo un avance.
            Creo que es de noche, estoy sólo en el vagón y el aire no es tan caliente. Y ahí viene la estación… ¿Abesses? Sí que estoy lejos de casa, debe haber sido un avance increíble. En efecto es de noche: la estación está desierta a excepción del barrendero y no llegan sonidos del exterior. Ahora que lo pienso, nunca había visto una estación de subte vacía y limpia, es extraño. Quizás no sea el mejor momento para apreciar lo hermoso que es este lugar, pero dudo que encuentre uno mejor, sería imposible apreciar durante el día este piso blanco, gastado y antiguo, pero de un blanco que lucha por permanecer. El aire nunca va a oler limpio, pero con esfuerzo se puede apreciar una ráfaga plena de oxígeno. Y hay algo eterno en estas paredes: los mosaicos son antiquísimos, el estilo de las imágenes es un art nouveau vetusto y sin embargo no se lleva tan mal con los carteles luminosos y los hologramas publicitarios, como si hubiesen decidido convivir en armonía. No. Alto ahí. Encuentre las siete diferencias, decía el juego. Los hologramas publicitarios no se van a poner de moda hasta dentro de mucho tiempo, y definitivamente ya no van a existir los subtes en ese entonces.
            Salgo disparado hacia la calle, algo importante ha pasado y no puedo recordarlo, me desespera. Me exprimo la cabeza, miro para todos lados en busca de un indicio, algo tiene que ayudarme, algo debe de haber quedado atrapado en mi subconsciente. Respiremos, sí. Oxigenemos. Dentro y fuera, profundo, bien. Nada parece fuera de lugar en la calle, es noche tarde pero no de madrugada, se oye el tránsito a lo lejos, hay algún trasnochado en la plaza, y aunque hace muchos años que no piso este barrio, podría decir que en rasgos generales parece ser el “adecuado”, los característicos faroles siguen acá, tal vez modernizaron un poco la plaza, pero todavía tiene pinta de siglo XXI. Estoy un poco mareado, sigo caminando para despabilarme y entonces lo veo: camina pegado a la pared amparándose en las sombras pero algo lo revela ajeno. Camino detrás de él a una distancia prudencial, la adrenalina viene a mi rescate y aguzo todos mis sentidos, me pego a la pared, me hago pared yo mismo mientras me vuelvo su sombra. El ruido de los desagües se exacerba en el imperio de la luna. El hombre baja los escalones con apuro, sus pasos retumban descuidados y el rostro desaparece encapotado en su abrigo ¡Sí! ¡Eso es! De lejos parece un tapado corriente, pero ahora que lo veo con atención, es una evidente caparaña. Tuve una de las primeras y resultó muy útil, el extracto de tela de araña combinado con la aleación metálica en la forma de un simple tapado la vuelven un arma letal. Un arma letal del próximo siglo.
            La sombra de la basílica se derrama sobre el fin de la escalera y puedo acercarme lo suficiente como para escucharlo hablar con la mujer que acaba de encontrar. Es una cita, nada más. Me siento en el último escalón –o el primero- y trato de pensar.
            No es que haya habido un salto en el continuo. Esto no es el después, pero definitivamente ya no es el ahora, no el que debería. Parece más bien una anomalía, una rasgadura en la tela, un tiempo fuera de lugar. Desearía haber prestado más atención a la clase sobre paradojas, pero en serio que el cerebro me iba a explotar si seguía intentando comprender. Pensar era mucho menos doloroso cuando creía que el tiempo era una sucesión de causas y efectos.
            Hace casi una hora que camino y no encontré ninguna otra cosa fuera de lugar. O de tiempo. Tengo demasiado frío y hambre, y no faltará mucho hasta que empiece a caminar dormido. Si siguiera caminando durante un par de meses, asumiendo que puedo caminar sobre el agua, llegaría a casa. Primero me daría la ducha más caliente de mi vida, después me haría un sándwich con todo lo que encuentre en la heladera, y finalmente me induciría un sueño sin acceso al subconsciente. Cuando me despertara renovado, seguro entendería qué fue lo que pasó.
            Pero como sigo acá, decido meterme a un cine para resguardarme del frío. Tenía pensado inventarle una historia al tipo de la ventanilla, considerando que lo que tengo en mis bolsillos es una miseria en moneda extranjera, pero como el tipo está dándose la gran vida en los brazos de Morfeo, paso directamente a la sala. Un cine abierto a esta hora en esta parte de la ciudad, no es exactamente para amantes del séptimo arte. Amantes, tal vez, pero definitivamente de los que no aman. Me siento lo más lejos que puedo de las parejas a las que mi presencia no distrae para nada de sus actividades y me hundo en la butaca. Dios, va a ser difícil sustraerme del audio de la película multiplicado en vivo por los no espectadores que me rodean.
            Decido no dormir, sería peligroso. Entro en un estado de suspensión que me permita descansar y reponerme, pero sin perder la conciencia, atento a todo. Revivo los detalles de mi última mañana. El olor del café, el sol entibiando la mesa con los diarios, los repartidores gritando en la vereda. Estoy ahí. Estoy leyendo una noticia más cuando me ilumino y comprendo que él esta ahí, que la noticia es él, pero de ahí salto al subte en que me desperté esta noche. Es como esos sueños que se niegan a ser recordados, y nos consuelan con la impresión vaga, con el sabor en la boca de lo que ya fue digerido. Por más que lo intente no puedo recordar el evento que la noticia reportaba. La página del diario es una nebulosa de manchas negras, un mar de palabras fuera de foco ¡y un hipopótamo! ¿Un hipopótamo? Un hipopótamo. Fantástico.
            Peleo un rato. La iluminación llegó demasiado pronto, y mi cuerpo me suplica descanso. Me digo que tal vez haya que meditarlo un poco más, buscar alternativas, pero enseguida me respondo que hay un solo lugar obvio para empezar a buscar hipopótamos, y termino abandonando el cine rumbo al único zoológico que conozco en esta ciudad.
            Aunque voy con el paso firme, pierdo de a poco la velocidad. Estoy extenuado y hambriento, y por la claridad en el horizonte intuyo que he caminado buena parte de la madrugada. Finalmente llego a la parte trasera del zoológico y escalo la reja, con penosa destreza debo decir. La falta de luces me hace caminar en círculos, eso o todos los rincones parecen iguales en la oscuridad. Ronquidos varios y sonidos imposibles de identificar, pero definitivamente de seres vivos, me envuelven en una atmosfera inquietante. Con un poco de bruma sería el escenario perfecto para una novela de misterio. Y ahí están, los hipopótamos, o lo que ruego sean ellos, considerando que veo tanto como un murciélago, en una metáfora apropiada para el lugar.
            Después de un rato, la idea de venir acá no se ve tan brillante. No hubo ninguna revelación, los hipopótamos no me dieron la bienvenida, y me quedé sin ideas. Dejé vagar mis pensamientos mientras vi llegar el alba, y poco a poco las cosas se fueron definiendo alrededor mío. Los carteles explicativos, las jaulas, la vegetación, el vórtice.
            Ah, los viejos y queridos vórtices espacio temporales. Tan mañosos, ellos. Bastó mirar un segundo en la profundidad de éste, impúdicamente abierto enfrente de mí, para recordar el orden de los acontecimientos. Imbécil.
            Tengo que pensar seriamente en recursar esa clase sobre paradojas. Lo de hoy fue un accidente mínimo, pero la próxima vez podría hacer colisionar dos universos, o borrar la edad media sin querer. Cuando me tiro de cabeza en el vórtice, aterrizo con una leve sacudida en mi cocina, con mi tercer café en la mano, mientras contemplo la noticia del hipopótamo. La mañana de ayer, toma dos. Esta vez prometo portarme bien y no alterar el entramado de la realidad. De esta realidad, al menos.


viernes, 22 de abril de 2011

Oleaje


Domingo como veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos.
Como treinta y uno de diciembre.
Como última vez que respiro para no volver a ser jamás.
Como un siempre más.
Volvió el péndulo a esta orilla.
De nuevo abro los ojos para volver a ser cuerpo.
Como los cerré para ser universo, cuando navego los multiversos.
No como el día que acepté la obligación del centro de la tierra.
Y no hubo pulgada de mi piel que el suelo no absorbiera.
Y me aturdió desde el principio de mis oídos el correr del agua.
Que no llegaba desde arriba o adelante.
Por el contrario, por una vez, emergía como se supone.
Y yo descendía a su encuentro, hasta el silencio.
En ese día todavía nunca.
Bailo en el filo y saludo al abismo.
Asumo que temo encontrarme.