martes, 21 de diciembre de 2010

Sesión

La sala de espera del psiquiatra tenía el piso de adoquines. Chiquititos, cuadraditos, dispuestos de forma que dibujaban una onda expansiva desde la esquina en que se encontraba el sillón. Aunque Mirna imaginaba que en algún momento ese lugar había formado parte del jardín, estaba segura de que el dibujo de los adoquines y la posición de la única silla habían sido dispuestos de esa forma con la cuidada intención de influir en el estado de ánimo de los pacientes. Las luces cálidas y difusas, la decoración variando en la gama de los celestes, cuadros con paisajes marinos, la fuentecita con agua corriendo, todo formaba parte de un mensaje oculto que invitaba a calmarse. De casualidad no había un hornillo emanando los vapores de algún aceite semi opiáceo. Mirna tenía estas cosas muy claras, y se lamentaba por los que andaban por la vida respondiendo a los estímulos de cualquier avivado que se aprendiera un par de burdos trucos. Una cosa era que te dijeran que te relajaras durante la espera, pero a una mente dócil y maleable se la podía moldear tan fácil que daba miedo.
A ella no la atrapaban tan fácilmente en esos jueguitos, era muy despierta como para caer.
Si había aceptado ver a un psiquiatra, era porque su inteligencia le permitía ver sus propios límites, y su tristeza los había traspasado. Ese era su único problema, tristeza, y no estaba dispuesta a bailar en el circo del psicoanálisis por eso. Su infancia había sido feliz, su familia era perfectamente normal, y su vida era exactamente lo que ella quería y más de lo que muchos podrían desear. Lo único que necesitaba del psiquiatra era una receta por unas cuantas cajas de antidepresivos.
El psiquiatra era un cliché andante. La sonrisa plácida, los anteojitos redondos, la barba canosa y prolijamente recortada. Hasta la camisa a rayas y el bloc de notas. Pobre tipo. El psiquiatra al que van los psiquiatras no se debía animar a decírselo. Probablemente él también fuera un cliché.
Mirna no pensaba perder tiempo jugando a la paciente conflictuada y bien de entrada le aclaró que no necesitaba más que un poco de ayuda para que sus neuronas produjeran más serotonina. Estaba muy consciente de que su tristeza se debía a un simple desequilibrio químico. Desde luego que la palabra tristeza tenía connotaciones muy poéticas, y era una tentación escarbar en su mente o alma o como quisieran llamarlo, pero ella sabía mejor que nadie el origen de su problema, y si no lo arreglaba por su cuenta, era porque no tenía tiempo. Estaba demasiado ocupada salvándole la vida a los refugiados del mundo con su trabajo en las Organización de las Naciones Unidas. De tener un trabajo mediocre en una oficina, saldría a las cinco de la tarde y saltaría de pilates a pintura sobre tela, y el fin de semana practicaría meditación con cuencos tibetanos y toda la sarta de inventos que hay para estimular el hipotálamo y ayudar al cerebro a producir las hormonas necesarias para alcanzar un grado aceptable de felicidad. Una persona inteligente e instruida como ella sabía perfectamente que sentimos lo que unos cuantos neurotransmisores originados en el cerebro nos dicen que sintamos.
Mirna tenía en claro sus prioridades. No podía ser exitosa dejando una huella de su paso por el mundo combatiendo los flagelos que las potencias mundiales dejaban a su paso, y al mismo tiempo andar saltando de felicidad cual novicia rebelde en los alpes suizos cantando canciones sobre cabras y copos de nieve.
El loquero se mostraba reticente. Era entendible. Sabría Dios cuántos desgraciados tenía que soportar día a día, llorando como marranos por nimiedades. No debía de estar acostumbrado a ver una mujer con todas las letras, con una inteligencia como la suya o superior, a la que sólo podía ayudar con una firma en una receta. A Mirna se le ocurría que si el  doctorcito fuera capaz de admitir eso, se sentiría un títere impotente que no sabría hacer frente a un paciente que amenazara sus supuestas habilidades.
Ella no era ninguna pobrecita pidiendo que la quisieran. La gente que sufre por el amor es porque no lo reconoce ni aunque le pegue en la boca del estómago. Creen que cuando el amor aparece, la tierra tiembla y el cielo se ilumina. Pobres ignorantes. El amor es otra cosa, algo más común, tranquilo y cómodo. Hablan del amor como si todavía fueran impúberes lectores de pueriles fábulas románticas, que a la larga no hacen más que daño.
Hacía mucho tiempo que ella había pasado al siguiente nivel. Había evolucionado, lógico. Pocos podían decir lo mismo. Es más, sabía que muchos darían cualquier cosa por ser ella, por tener su vida. Podía ver la envidia en cada rostro que la saludaba cada día. Era una suerte no tener tiempo para ocuparse de esa gente. Enfocarse en envidiarla en vez de darle un rumbo a sus patéticas existencias. Menos mal que su trabajo la absorbía tanto que la sustraía de tener que padecer a esos desgraciados. Su valioso trabajo sin el cual miles y miles se morirían como perros en las fronteras. Tenían suerte de que ella estuviera ahí para ayudarlos. Menos mal que todavía había gente con sentimientos.


2 comentarios:

Uninvited dijo...

Jo!!
y qué le recetó el dotor?

Checha dijo...

Un espejo!