sábado, 20 de noviembre de 2010

Percepción


Invierno. Un edificio de Tribunales vacío por las vacaciones.  Despoblado del caos de docenas de personas gritando y corriendo como si llegaran tarde al juicio final, el lugar parece una construcción sin terminar a punto de ser demolida. Sin el enjambre de furiosos que lo anima cada día, quedan expuestas las paredes sucias y descascaradas que alguna vez pintaron de gris, las sillas de plástico destrozadas, y la podredumbre de la madera del techo, inexplicablemente  opresivo a un metro ochenta del suelo.
En la planta alta, el Tribunal Criminal. Un pasillo gigante de setenta metros con una infinita fila de sillas a cada lado,  que desemboca en una ventana con un amplio mostrador.  Contrastando con el infierno gris de la planta baja, el pasillo gigante es celestialmente blanco y nuevo, recién construido. Perdidos en el vacío gigante, una guardia trabaja para atender los asuntos urgentes: un secretario y una empleada. 
La ordenanza del edificio, una enorme mujer de pelo y guardapolvo grises, a tono con las paredes, sube las escaleras de espaldas pasando el lampazo por cada escalón que deja atrás. Cuando llega a la planta alta, dispuesta a recuperar el aire en la ventana que está a la derecha, mira hacia la izquierda y ve a lo lejos, en el fondo del gran pasillo, un hombre en el mostrador del Tribunal. Le llama la atención que con los pocos grados de temperatura que hay afuera, el hombre está de remera. Mira los escalones todavía mojados, y decide esperar a que se sequen para bajar. Es consciente de su cuerpo y de sus pocas probabilidades de salir ilesa de un resbalón.  Vuelve a mirar hacia el hombre y se da cuenta de que sacude los brazos muy enojado. Todavía agitada por la escalera, afina la vista y les presta atención. Ve que la empleada que lo atiende asiente con la cabeza, le da la razón, pero el  hombre parece enojarse cada vez más. Está muy lejos para escuchar a la empleada, que apenas si dice una palabra cada tanto, rígida y en aparente calma, y aunque no comprende las palabras del hombre, escucha elevarse el tono de su voz.  Por un momento la ordenanza cree ver que la empleada le clava la mirada, pero está muy lejos para saberlo. Se pregunta si efectivamente la miró y en realidad le estaba pidiendo ayuda, pero no se anima a acercarse, intuye problemas y prefiere estar lejos, lo que no impide que a una distancia prudencial busque enterarse de lo que pasa. El hombre ya está enardecido, se empiezan a escuchar algunas palabras sueltas y el cerebro de la ordenanza las organiza concluyendo que al hombre le arruinaron la vida, y está ahí para quejarse.  La ordenanza piensa que debería hacer algo pero no sabe qué, y de saberlo probablemente no se animaría. Entonces la empleada la vuelve a mirar y esta vez no hay dudas de que le quiere decir algo, pero entonces el hombre golpea el mostrador con los dos puños y después de gritar se lleva la mano derecha al costado izquierdo y parece sostener  algo por debajo de la remera, a lo que la empleada responde levantando las manos. La ordenanza, asustada, se refugia en el primer escalón y se pregunta si llegó a ver un arma o su imaginación completó el cuadro. Mira la escalera y se imagina corriendo al son del primer disparo, debiendo sortear los mortales escalones mojados.

El Secretario del Tribunal escucha un golpe y una voz fuerte. Desliza con mucho disimulo su silla unos centímetros a la derecha: a través de la puerta de vidrio de su despacho y de las dos puertas de vidrio de los despachos que siguen, ve a lo lejos la espalda de la empleada, que levanta las manos. Nada indica de donde provino el ruido, y piensa que tal vez algo se cayó y ella está ocupada explicando algo a alguien. Vuelve a mirar al hombre del otro lado de su escritorio y nota que éste detuvo su relato al ver que algo distrajo la atención del Secretario. Se disculpa y le pide que continúe. Intenta poner su atención en el relato de las prácticas sexuales en el pabellón cristiano de una cárcel del interior, y la curiosa  forma de participar de los guardias. Aunque los datos no dejan de ser pintorescos, el Secretario desea que termine pronto. Se arrepiente de haber aceptado atender a un detenido sin los guardias presentes, sin las esposas, un día de vacaciones sin nadie cerca que pueda interrumpirlo. El relato podría ser eterno. Vuelve a su mente la imagen de la empleada levantando las manos, y le inquieta no escuchar nada.  Se pregunta si hay algún problema y la empleada no le avisa porque sabe que está ocupado. Es muy temprano y hace demasiado frío como para que sea algún molesto, probablemente haya hecho ese gesto mientras hablaba con la ordenanza. Tal vez se interesa de repente en lo que pasa adelante porque se está impacientando con el detenido. Ya adelantó  que  no piensa hacer denuncia formal de lo que le hicieron, por  miedo a las represalias, y como el pase a otra unidad ya está autorizado, este relato no es más que catarsis. Sin dejar de aparentar interés, vuelve a deslizar la silla unos centímetros para intentar ver algo. Cuando el  Secretario se mueve, un guardia, que observa por el ojo de buey de la puerta que comunica la parte trasera del despacho del Secretario con las celdas, logra ver al detenido que antes estaba oculto por la espalda del Secretario, y le sonríe. El detenido llora. El Secretario ve a la empleada dar dos pasos hacia atrás y quedarse congelada a mitad del tercero, y entonces distingue a un hombre que tiene la mano debajo de la remera. El Secretario se pone de pie y le pide al detenido que se calle un momento. El detenido le dice llorando que el guardia le sonrió, pero el Secretario ya no lo escucha.

La ordenanza baja con extremo cuidado y lentitud los escalones mojados, en busca del policía que efectúa la custodia del edificio. En el sillón que hace las veces de cama, en la cocina que hace las veces de dormitorio, encuentra un pedazo de cartón que indica que quien lo escribió vuelve en cinco minutos, aunque no dice cuándo fue escrito. La ordenanza se sienta y mientras espera al policía piensa que tal vez tiene mucha inventiva, que cuando trabajaba en la escuela estas cosas no le ocurrían, pero que acá hay muchos criminales dando vueltas y tal vez eso dispara su imaginación. Se cansa de esperar al policía y decide volver. Sube la escalera que parece no secarse jamás y sin llegar a adentrarse en el pasillo observa con cautela. El hombre ya no se sacude enojado, pero no se sacó la mano de debajo de la remera. Parece más tranquilo, pero está inclinado sobre el mostrador y eso lo hace más amenazante. Cuando ve a la empleada retroceder dos pasos se alegra: le parece que lo que sea que esté pasando va a terminar, pero la empleada se detiene antes de poder dar un tercer paso.  Algo le debe impedir escabullirse, piensa. El hombre ya no grita y eso es peor, debe estar amenazándola. La ordenanza no sabe qué pensar. Puede ser algo malo, o puede ser ella exagerando por su imaginación. Entonces ve  que por detrás de la empleada,  a lo lejos en el fondo del Tribunal, alguien observa. Deduce que es el Secretario, y como él está más cerca, la ordenanza supone que puede oír lo que está ocurriendo, y si no hace nada, es porque nada está ocurriendo en realidad. Suspira aliviada.

              El Secretario mira a la empleada  y trata de adivinar algo por su lenguaje corporal, pero ella está parada con los brazos cayendo laxos a los costados del cuerpo, sin dar pistas de nada. El hombre parece  tranquilo y habla pausado. Tal vez la empleada retrocedió para darle a entender que no podía ayudarlo y que tenía que irse a hacer algo.  Lo más probable es que el hombre tenga la mano debajo de la remera por el terrible frío. El secretario es apartado de sus pensamientos por el  llanto del detenido, que dejó de hablar. Le ordena cordialmente que se calme y cuando está por explicarle las medidas a adoptar, ve a lo lejos en el fondo del pasillo a la ordenanza observando con total tranquilidad. El Secretario concluye entonces que no hay nada de qué preocuparse, ya que a la ordenanza le encantan los escándalos, y si algo raro estuviera ocurriendo, ella estaría en el centro mismo de la acción. De todas formas decide terminar inmediatamente con el detenido y despacharlo.
               
             La ordenanza estira el cuello y entrecierra los ojos enfocándose en la mancha difusa que es el Secretario. El Secretario lo advierte justo antes de volver a su silla y le sostiene la mirada, pero desecha la idea de que le quiera decir algo a semejante distancia. Entre la ordenanza y el Secretario, la empleada y el hombre continúan su diálogo.
             
             Tranquilizada por la actitud del Secretario, la ordenanza da media vuelta y emprende el descenso de la escalera. La empleada la observa marcharse. Tranquilizado por la actitud de la ordenanza, el Secretario vuelve a su silla. El hombre lo observa desaparecer. La empleada y el hombre se observan entre sí.



2 comentarios:

Uninvited dijo...

Al fin solos! :S



Vamos con la siguiente!!! que no me banco la espera ¬¬

Checha dijo...

Jajaja!
Considerando que el relato está ligeramente basado en hechos más o menos reales vividos por quien escribe, te cuento que la onda no venía por ese lado...

Pero acá estoy, así que no terminó tan mal, jajaja

(esperando al cartero!)