domingo, 28 de noviembre de 2010

Conjugada


Fui vergonzosa, vergonzante y avergonzada.
Fui traicionada,  vendida, entregada.
Fui espera, fui duda, fui incierta.

Soy probable, posible, potencia.
Soy eventual, volátil, inestable.
Soy injuria, soy ultraje, soy escarnio.

Estoy maldita, maldigo, me despedazan.
Estoy despedazada, atormento, me atormenta.
Estoy atormentada, mato, muero.


De los incontables, quiero contar uno.
De lo imposible, quiero un milagro.
De lo temporal, quiero ser siempre.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Percepción


Invierno. Un edificio de Tribunales vacío por las vacaciones.  Despoblado del caos de docenas de personas gritando y corriendo como si llegaran tarde al juicio final, el lugar parece una construcción sin terminar a punto de ser demolida. Sin el enjambre de furiosos que lo anima cada día, quedan expuestas las paredes sucias y descascaradas que alguna vez pintaron de gris, las sillas de plástico destrozadas, y la podredumbre de la madera del techo, inexplicablemente  opresivo a un metro ochenta del suelo.
En la planta alta, el Tribunal Criminal. Un pasillo gigante de setenta metros con una infinita fila de sillas a cada lado,  que desemboca en una ventana con un amplio mostrador.  Contrastando con el infierno gris de la planta baja, el pasillo gigante es celestialmente blanco y nuevo, recién construido. Perdidos en el vacío gigante, una guardia trabaja para atender los asuntos urgentes: un secretario y una empleada. 
La ordenanza del edificio, una enorme mujer de pelo y guardapolvo grises, a tono con las paredes, sube las escaleras de espaldas pasando el lampazo por cada escalón que deja atrás. Cuando llega a la planta alta, dispuesta a recuperar el aire en la ventana que está a la derecha, mira hacia la izquierda y ve a lo lejos, en el fondo del gran pasillo, un hombre en el mostrador del Tribunal. Le llama la atención que con los pocos grados de temperatura que hay afuera, el hombre está de remera. Mira los escalones todavía mojados, y decide esperar a que se sequen para bajar. Es consciente de su cuerpo y de sus pocas probabilidades de salir ilesa de un resbalón.  Vuelve a mirar hacia el hombre y se da cuenta de que sacude los brazos muy enojado. Todavía agitada por la escalera, afina la vista y les presta atención. Ve que la empleada que lo atiende asiente con la cabeza, le da la razón, pero el  hombre parece enojarse cada vez más. Está muy lejos para escuchar a la empleada, que apenas si dice una palabra cada tanto, rígida y en aparente calma, y aunque no comprende las palabras del hombre, escucha elevarse el tono de su voz.  Por un momento la ordenanza cree ver que la empleada le clava la mirada, pero está muy lejos para saberlo. Se pregunta si efectivamente la miró y en realidad le estaba pidiendo ayuda, pero no se anima a acercarse, intuye problemas y prefiere estar lejos, lo que no impide que a una distancia prudencial busque enterarse de lo que pasa. El hombre ya está enardecido, se empiezan a escuchar algunas palabras sueltas y el cerebro de la ordenanza las organiza concluyendo que al hombre le arruinaron la vida, y está ahí para quejarse.  La ordenanza piensa que debería hacer algo pero no sabe qué, y de saberlo probablemente no se animaría. Entonces la empleada la vuelve a mirar y esta vez no hay dudas de que le quiere decir algo, pero entonces el hombre golpea el mostrador con los dos puños y después de gritar se lleva la mano derecha al costado izquierdo y parece sostener  algo por debajo de la remera, a lo que la empleada responde levantando las manos. La ordenanza, asustada, se refugia en el primer escalón y se pregunta si llegó a ver un arma o su imaginación completó el cuadro. Mira la escalera y se imagina corriendo al son del primer disparo, debiendo sortear los mortales escalones mojados.

El Secretario del Tribunal escucha un golpe y una voz fuerte. Desliza con mucho disimulo su silla unos centímetros a la derecha: a través de la puerta de vidrio de su despacho y de las dos puertas de vidrio de los despachos que siguen, ve a lo lejos la espalda de la empleada, que levanta las manos. Nada indica de donde provino el ruido, y piensa que tal vez algo se cayó y ella está ocupada explicando algo a alguien. Vuelve a mirar al hombre del otro lado de su escritorio y nota que éste detuvo su relato al ver que algo distrajo la atención del Secretario. Se disculpa y le pide que continúe. Intenta poner su atención en el relato de las prácticas sexuales en el pabellón cristiano de una cárcel del interior, y la curiosa  forma de participar de los guardias. Aunque los datos no dejan de ser pintorescos, el Secretario desea que termine pronto. Se arrepiente de haber aceptado atender a un detenido sin los guardias presentes, sin las esposas, un día de vacaciones sin nadie cerca que pueda interrumpirlo. El relato podría ser eterno. Vuelve a su mente la imagen de la empleada levantando las manos, y le inquieta no escuchar nada.  Se pregunta si hay algún problema y la empleada no le avisa porque sabe que está ocupado. Es muy temprano y hace demasiado frío como para que sea algún molesto, probablemente haya hecho ese gesto mientras hablaba con la ordenanza. Tal vez se interesa de repente en lo que pasa adelante porque se está impacientando con el detenido. Ya adelantó  que  no piensa hacer denuncia formal de lo que le hicieron, por  miedo a las represalias, y como el pase a otra unidad ya está autorizado, este relato no es más que catarsis. Sin dejar de aparentar interés, vuelve a deslizar la silla unos centímetros para intentar ver algo. Cuando el  Secretario se mueve, un guardia, que observa por el ojo de buey de la puerta que comunica la parte trasera del despacho del Secretario con las celdas, logra ver al detenido que antes estaba oculto por la espalda del Secretario, y le sonríe. El detenido llora. El Secretario ve a la empleada dar dos pasos hacia atrás y quedarse congelada a mitad del tercero, y entonces distingue a un hombre que tiene la mano debajo de la remera. El Secretario se pone de pie y le pide al detenido que se calle un momento. El detenido le dice llorando que el guardia le sonrió, pero el Secretario ya no lo escucha.

La ordenanza baja con extremo cuidado y lentitud los escalones mojados, en busca del policía que efectúa la custodia del edificio. En el sillón que hace las veces de cama, en la cocina que hace las veces de dormitorio, encuentra un pedazo de cartón que indica que quien lo escribió vuelve en cinco minutos, aunque no dice cuándo fue escrito. La ordenanza se sienta y mientras espera al policía piensa que tal vez tiene mucha inventiva, que cuando trabajaba en la escuela estas cosas no le ocurrían, pero que acá hay muchos criminales dando vueltas y tal vez eso dispara su imaginación. Se cansa de esperar al policía y decide volver. Sube la escalera que parece no secarse jamás y sin llegar a adentrarse en el pasillo observa con cautela. El hombre ya no se sacude enojado, pero no se sacó la mano de debajo de la remera. Parece más tranquilo, pero está inclinado sobre el mostrador y eso lo hace más amenazante. Cuando ve a la empleada retroceder dos pasos se alegra: le parece que lo que sea que esté pasando va a terminar, pero la empleada se detiene antes de poder dar un tercer paso.  Algo le debe impedir escabullirse, piensa. El hombre ya no grita y eso es peor, debe estar amenazándola. La ordenanza no sabe qué pensar. Puede ser algo malo, o puede ser ella exagerando por su imaginación. Entonces ve  que por detrás de la empleada,  a lo lejos en el fondo del Tribunal, alguien observa. Deduce que es el Secretario, y como él está más cerca, la ordenanza supone que puede oír lo que está ocurriendo, y si no hace nada, es porque nada está ocurriendo en realidad. Suspira aliviada.

              El Secretario mira a la empleada  y trata de adivinar algo por su lenguaje corporal, pero ella está parada con los brazos cayendo laxos a los costados del cuerpo, sin dar pistas de nada. El hombre parece  tranquilo y habla pausado. Tal vez la empleada retrocedió para darle a entender que no podía ayudarlo y que tenía que irse a hacer algo.  Lo más probable es que el hombre tenga la mano debajo de la remera por el terrible frío. El secretario es apartado de sus pensamientos por el  llanto del detenido, que dejó de hablar. Le ordena cordialmente que se calme y cuando está por explicarle las medidas a adoptar, ve a lo lejos en el fondo del pasillo a la ordenanza observando con total tranquilidad. El Secretario concluye entonces que no hay nada de qué preocuparse, ya que a la ordenanza le encantan los escándalos, y si algo raro estuviera ocurriendo, ella estaría en el centro mismo de la acción. De todas formas decide terminar inmediatamente con el detenido y despacharlo.
               
             La ordenanza estira el cuello y entrecierra los ojos enfocándose en la mancha difusa que es el Secretario. El Secretario lo advierte justo antes de volver a su silla y le sostiene la mirada, pero desecha la idea de que le quiera decir algo a semejante distancia. Entre la ordenanza y el Secretario, la empleada y el hombre continúan su diálogo.
             
             Tranquilizada por la actitud del Secretario, la ordenanza da media vuelta y emprende el descenso de la escalera. La empleada la observa marcharse. Tranquilizado por la actitud de la ordenanza, el Secretario vuelve a su silla. El hombre lo observa desaparecer. La empleada y el hombre se observan entre sí.



jueves, 11 de noviembre de 2010

Le Battement d´ailes du papillon

"El aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tormenta en Nueva York", reza la versión poética de la Teoría del Caos, también conocida como Efecto Mariposa.
La realidad no es mecánica ni lineal. No hay forma de controlarla o predecirla.
El más ínfimo cambio en las condiciones, modifica las consecuencias de una forma desproporcionadamente aleatoria e inconmensurable.
No sé quién hubiese sido yo sin el demonio con el que convivo y que me forjó a su antojo y placer, administrando en este momento cada palabra que escribo.
No sé dónde estaría hoy de haber aceptado ser la esposa de aquel hombre.
No sé qué parte de mi carácter cambió por no haber ido al jardín de infantes
No sé qué hijos no tengo por haber huido de aquella cama mientras él se distrajo.
No sé a qué gran amor de mi vida no conocí por haber entrado por esa puerta y no por la otra.
No sé cuántas veces no morí por ir a mi trabajo por un camino distinto cada día.
No sé cuántas veces viví por atender un llamado equivocado.
No sé que vidas gano o pierdo por cada decisión.
No sé que futuros aniquilo por callar un pensamiento.
No sé que vidas afecto por interceder y pelear o por temer y abandonar.
No sé que variables ajenas e infinitas me incluyen y me excluyen.
No sé que caminos se me cerraran por esquivar una mirada.
No sé en que mundos no voy a existir por haberme distraído en algo.
No sé lo que hubiera sido, ni lo que habrá de ser, de ser algo.

No sé en qué tormentas me veré envuelta por el aleteo de sus alas.
No sé si mis alas llevan en su futuro, una tormenta.

(...restos arqueológicos de un lugar conocido como Antigua Chechania...)

viernes, 5 de noviembre de 2010

El camino no tomado


Digamos que existe una persona cuya jornada es obsesivamente rutinaria. Alguien que ha pasado una vida entera realizando los mismos actos, por ejemplo los de la mañana,  día tras día, sean días laborables o no. Imaginemos un hombre que abre los ojos tres segundos antes que el despertador suene, lo apaga al tiempo que sale de la cama y entra al baño, hace pis, se lava la cara y los dientes, se viste con la muda de ropa que dejó preparada la noche anterior, y baja la escalera rumbo a la cocina para prepararse el desayuno. Baja cuidadosamente cada escalón mientras termina de despertarse y entra a la cocina. Este es el momento que hace incontables años ya, diseñó mentalmente como el que mejor aprovechaba el tiempo. Ingresando a la cocina va a la mesada de la izquierda, saca la pava de la cocina y la pone bajo la canilla que está unos cincuenta centímetros de distancia, la carga con agua hasta la mitad y la pone sobre el fuego. Una vez hecho esto, da un giro de ciento ochenta grados y saca de la alacena que está del lado derecho de la cocina, arriba de la otra mesada, su taza verde, un saquito de té que pone dentro de la taza, y abre la azucarera sin sacarla de su estante. Con la cucharita que siempre está ahí, coloca tres cucharaditas de azúcar en la taza y cierra la azucarera y la alacena. Vuelve a mirar hacia la parte izquierda de la cocina y comprueba que la pava todavía no hace ruido. Todavía falta un momento para que llegue a los ochenta y cinco grados. Con la taza en la mano, se queda parado en el medio de la cocina contemplando la pava. Algunas veces se preguntaba si tenía realmente sentido optimizar el tiempo realizando movimientos limpios y precisos,  llevando a cabo una rutina de la cual había eliminado todos los actos innecesarios, una rutina tan cristalizada en su conciencia que podría realizarla dormido, una rutina que supuestamente lo hacía más efectivo ante la vida; si al fin de cuentas tenía que quedarse dos minutos y alrededor de diecisiete segundos con la taza en la mano, esperando que el agua llegara al punto justo para preparar el té. Esta y otras cosas pensaba hasta que la pava emitía una queja imperceptible para cualquiera menos él, que le indicaba que podía salir de sus cavilaciones y empezar el desayuno.
            Un día este hombre se levantó como siempre, y dio comienzo al aceitado mecanismo de su rutina. Bajó las escaleras mientras terminaba de despabilarse, entró a la cocina y fue hacia la mesada de la derecha. Con el mismo convencimiento que tiene la humanidad de que la tierra es redonda, nuestro hombre se dirigió a la mesada de la derecha de la cocina esperando encontrar la pava en su hornalla. Como dijimos antes, la cocina y la canilla estuvieron siempre a la izquierda. Nuestro metódico hombre se quedó perplejo entre las dos mesadas, mirando a un lado y a otro.  Pensó.
            Había nacido en esa casa más de cinco décadas atrás. Al menos desde entonces, la cocina no había sufrido modificaciones. Había instaurado la rutina del desayuno casi cuarenta años atrás y desde entonces no había faltado a ella ni una sola vez. Era inconcebible que un buen día y sin razón, encontrándose tan lúcido como siempre, pudiera jurar que la cocina y la pileta estaban a la derecha de la cocina. Todo su cuerpo fue hacia ese lado, su mano ya estaba en el aire cuando vio que no había nada que agarrar. No comprendía por qué, aunque supiera y pudiera comprobar y que estaban a la izquierda, si cerrara los ojos los visualizaría a la derecha. Si alguien le preguntara dónde están, diría sin dudarlo que a la derecha. Y una certeza incomprensible le aseguraba que siempre habían estado ahí. Pero no. La cocina y la pileta siempre habían estado a la izquierda, él lo sabía.  

            Las llaves. Nunca están donde las dejamos. Circulan versiones fantásticas que dan cuenta de la vida propia de las llaves, y  lo mucho que se entretienen desapareciendo del dominio de quienes la buscan. O la fabulosa  historia de que el tiempo es construido por un ejército de criaturas que arma cada segundo como si se tratara de un cuadro, y a veces colocan cosas en lugares equivocados durante un segundo, y al segundo siguiente corrigen el error. Estas historias son tan  imaginativas como inútiles. La verdad es que si dejamos una cosa en un lugar, y esa cosa no sufre la acción de otra persona o cosa, lo lógico es que se quede en ese lugar. Todos lo sabemos, todos lo creemos, y todos le restamos importancia al hecho de que a veces podemos jurar lo contrario. Seguro hay una explicación, pensamos. No sabemos cuál, no la vamos a buscar, pero seguro está ahí.
            Las llaves se han vuelto célebres en este tópico, pero en realidad ocurre con una variada cantidad de objetos. En lugares donde conviven varias personas, nadie se molesta en realizar comprobaciones, ya que la influencia de los otros se impone como explicación inmediata, sin que requiera confirmación alguna. Lo curioso ocurre cuando una persona vive sola y le consta que no hubo terceros involucrados. En su mente se conserva claro y fresco el recuerdo del posicionamiento de, por ejemplo, las llaves en una fuente que oficia de centro de mesa. Esta persona recuerda el sonido del metal al chocar contra el vidrio. Recuerda las decorativas esferas de mimbre pintado de azul desplazarse de su sitio en la fuente ante la llegada del nuevo objeto. Si estamos ante una persona muy sensitiva, probablemente recuerde el olor metálico que percibió y que aunque sabía proveniente de las llaves, le recordó el olor de las monedas al salir del bolsillo después de mucho tiempo. Es decir, ninguna duda de que depositó las llaves en la fuente que estaba en la mesa. Y sin embargo, media hora después no están. Nadie entró a su casa, ni siquiera él pasó cerca de la mesa, y cuando pasados treinta minutos necesita las llaves, no aparecen. En la fuente de vidrio están las esferas de mimbre azul, pero nada más. Por si acaso, las saca de la fuente una a una, observa la fuente vacía, y las vuelve a colocar. Nada.
            La persona de la que hablamos sabe que las llaves no pueden estar en otro lado, pese a lo cual inicia una pesquisa por los alrededores. Desconcertado se toma un rato para pensar, sentado en un sillón, pero nada se le ocurre. Cuando desahuciado vuelve a la fuente de vidrio, las llaves lo contemplan rodeadas de las esferas de mimbre azul. Están en la misma posición en la que cayeron cuando las dejó ahí.
            Y el déjà vu. Quién no tuvo uno. Quién no tiene una teoría de porqué ocurren. Quién no vio la película. Más del 60% de la población afirma haberlo experimentado en alguna ocasión. Reconocer un lugar en el que jamás se estuvo, moviéndose con total naturalidad por calles hasta entonces desconocidas. O la seguridad de que ya se vivió un momento dado, pudiendo incluso saber lo que un interlocutor dirá en los próximos segundos. Muchos lo experimentan, lo comentan, y continúan sus vidas. Gente práctica que no ve motivo alguno para indagar. Otros creen encontrar la prueba a sus teorías sobre la reencarnación y la metempsicosis, cuando no de precognición o viajes astrales; y corren extasiados a buscar más datos que completen su teoría, para así hacer pública su experiencia. Y hay quienes se divierten con la sensación, convencidos de que no es más que una broma cerebral, una descarga eléctrica en el lugar incorrecto del cerebro; o un exceso de neurotransmisores como las dopaminas, provocado por alguna medicación contra la gripe; o cualquier mínimo error en la sinapsis neural en relación a la interpretación de estímulos.
            Pequeños eventos curiosos. Algunas veces, no más que una sensación de extrañeza o incomodidad. Una falla en la percepción. Y un abanico de explicaciones tan fabulosas como incomprobables.

Si somos las decisiones que tomamos, ¿qué pasa con las decisiones que no tomamos? Ante una situación, importante como aceptar un trabajo o trivial como elegir por cuál vereda caminar, se despliega un menú de opciones y se decide qué camino seguir. El mundo que transitaremos si vamos por la vereda de la derecha, no es el mismo mundo que transitaríamos si hubiésemos tomado la vereda de la izquierda. Somos conscientes del mundo en el que seguimos, y no prestamos atención al mundo que acaba de nacer con el camino no tomado. La cantidad de mundos o realidades paralelas posibles es infinita. Si pudiéramos saltar de un mundo a otro, como si fueran islas en un inmenso multiverso, observaríamos algunos mundos similares al nuestro, con simples variaciones. Una persona de este mundo tendría en el otro un corte de pelo diferente, otra profesión, si en este mundo es feliz es posible que en otro sea miserable. En algunos mundos paralelos, las cosas serían brutalmente diferentes.  Un mundo en el que nunca su hubiera inventado la máquina de vapor, o uno en el que hubiesen sido los aborígenes americanos quienes descubrieran Europa, las consecuencias serían extraordinarias. Visto desde este mundo, claro. En una realidad alternativa, la forma en que se crean las realidades alternativas podría ser otra, o podría haber muchísimas más, y haría necesario reconsiderar el término infinito.
            De la cantidad de teorías que en este mundo  postulan la existencia de otros, todas con sus variadas ramificaciones, son varias las que interpretan las situaciones descriptas al comienzo como una comunicación entre los distintos mundos paralelos. Un vórtice se abre en lo que hasta ese momento no era más que nuestro baño, y sin siquiera advertirlo entramos a una realidad paralela. Afortunadamente es una realidad con diferencias demasiado sutiles como para notarlo en lo inmediato, y la única consecuencia resulta ser la curiosa situación de las llaves que aparecen y desaparecen. Si continuáramos más tiempo en ese mundo, y por ejemplo saliéramos a la calle, tal vez nos encontraríamos con que nuestro país es una colonia del Imperio Uruguayo, pero un nuevo paso por el vórtice del baño nos devuelve a nuestro mundo de siempre. Encontramos las llaves y seguimos viviendo. Los vórtices caprichosos pueden ser una cosa muy peligrosa.
            El tema del déjà vu, explican algunos, es la consecuencia de que alguien sea demasiado perceptivo, y tenga la capacidad de sentir lo que siente su otro yo (o su otra versión)  en otra realidad, donde un determinado evento ya ocurrió: de ahí que cuando el mismo evento tiene lugar aquí, lo encuentre familiar. O sea capaz de reconocer lugares en los que su otro yo estuvo antes (o varios de sus otros yo estuvieron antes).  Algunos eventos pueden ocurrir en varios mundos simultáneamente, y la sensación es increíblemente poderosa. Los cinco sentidos en estéreo. O en sonido envolvente. A veces conocemos a alguien y el odio por esa persona es instantáneo e infundado. Su sola existencia nos produce repulsión, lo cual es lógico si la versión de esa persona en una realidad paralela asesinó a nuestra versión. Como también es lógico tomar una complicada cafetera espresso y saber manipularla sin nunca haber visto una, si nuestra versión en otro mundo fue quien la diseñó.
            Las consecuencias del contacto entre dos o más realidades paralelas pueden ser funestas y divertidas, alternativa o conjuntamente. Además de los pasajes lógicos a través de los vórtices, actualmente con bastante atención por parte de los científicos debido al debate en torno a la Teoría de las cuerdas y la Teoría M y el asunto de las once dimensiones; a veces ocurren pequeños “roces” entre mundos  y se produce una curiosa unión, como dos burbujas que al tocarse forman una sola, coexistiendo ambas a la vez en el mismo espacio, hasta que un soplo las separa devolviéndoles su unidad; y entonces tienen lugar estos deliciosos incidentes, donde las categorías de espacio y tiempo como las conocemos parecen jugar a las escondidas.
Sea un déjà vu,  un incómodo sentimiento de que alguien cambió todo de lugar aunque sabemos que todo está donde siempre estuvo, o la rara sensación de que en lugar de ver algo estamos viendo algo parecido a una extraña copia de ese algo; habría que comenzar a expandir nuestros medios de percepción, dejar de pensar linealmente, y pasear un poco por las realidades de al lado.
Bienvenidos a Chechania.